jueves, 28 de julio de 2011

La génesis de la novela

La génesis de una novela, de un poema o de un relato corto, en definitiva de cualquier historia que nos propongamos contar en un momento determinado, suele venir precedida de un proceso de sedimentación paliativa, que es como a mí me gusta referirme cuando hablamos de las musas, de la inspiración o del innato talento que se le presupone a cualquier creador. Algo hay de incuestionable en esa consideración, si nos detenemos a analizar cuanto se escribe actualmente. Y algo debe de haber de cierto, porque o bien de una premisa, las musas, o bien de la combinación de dos de ellas, la inspiración y el talento, o del agresivo cóctel que se define de las tres una vez cuidadosamente combinadas, se define el resultado final de toda obra creativa, un resultado que no siempre viene acompañado del éxito o del reconocimiento, y que las más de las veces se enmarca dentro de lo efímero que de por sí tiene toda actividad neurológica. Podríamos incentivar, a partir de esta última consideración, que todo acto creativo tiene un “algo” de autodestructivo, y un mucho de equilibrio entrópico. Recientemente, hemos tenido la ocasión, la suerte o la fortuna de contemplar una de las más curiosas iniciativas artísticas que se hallan podido realizar. Me estoy refiriendo a la “metaexposición” Diáspora, una curiosa iniciativa que ha plagado de “movimientos escultóricos” la ciudad de Oviedo, que ha sido vilipendiada hasta la saciedad, y que finalmente terminó en el más absoluto ostracismo merced a que los objetivos propuestos inicialmente no iban parejos con la calidad de las obras o de los” “espectáculos” ofrecidos. La génesis en esta ocasión no partió del creador, sino de la chequera de unos señores empeñados en demostrar que progresía no está reñido con conservadurismo político. (¡Que ironía!). Uno puede escuchar historias todos los días, en el trabajo, en el metro o en el autobús, que por más que se lo proponga, a no ser que esa sutileza o ese dilema que se le presenta o en el que cree reconocerse salte oportunamente hasta la pantalla de su ordenador en forma de poema o relato, o hasta el lienzo en forma de bodegón o retrato, siempre se verá imposibilitado para acelerar un proceso a menudo ajeno pero siempre entrañable. Y me viene este razonamiento, porque he tenido ocasión de escuchar recientemente a Antonio Muñoz Molina a raíz de la publicación de su última novela, Carlota Fainberg. Decía Muñoz Molina, siempre tan discreto, siempre tan huidizo, siempre tan poco locuaz, que “toda historia no es sino una suma de otras muchas his-torias, de las que no se sabe ni donde acaban ni donde comienzan”. Y de esa forma tan sutil, tan enigmática y tan agradecida, se dedica a desentrañarnos a nosotros, los oyentes, las peculiaridades de la génesis de una novela corta, cuyo embrión básicamente tiene su comienzo cuando hace unos cinco años, recibe el encargo de escribir una narración relacionada con La Isla del tesoro. Descubre entonces con asombro un tesoro con las anotaciones escritas ¿dieciséis años atrás?, sobre una amiga llamada Mónica Fainberg, por entonces jefa de prensa de Planeta y Seix Barral, quien se había empeñado en hacer suya la causa de sacar adelante la que con el tiempo sería su primer éxito de ventas y de público: El invierno en Lisboa, y decide que ha llegado el momento de dar cuerpo a una historia que le ronda la cabeza hace tanto tiempo que hasta es posible que olvidara que incluso se afeita-ba cada dos días. Así nació Carlota Fainberg, como sincero homenaje a Mónica Faimberg. Y es que ¡cuántos quisiéramos tener una Faimberg en nuestras vidas!. Después de haber leído con esmero y hasta con pasión adolescente la última novela de Muñoz Molina un autor recurrente al que se espera con impaciencia, deduzco el porqué contaba en la radio lo fácil que era el volver a encontrarse con sus temores mancebos, con sus historias misteriosas a medio camino entre el sueño y el juego, y como no, con las que sin duda deben de ser sus lecturas más queridas. Aquellas que nacen de la devoción de amar y sentir la literatura como pocos saben hacerlo. Porque el respeto a la letra es-crita pasa inevitablemente por asumir como propias las creaciones de todos aquellos que nos han precedido. (Y me niego en esta ocasión a citar nombre alguno, so pena de cometer una de las mayores injusticias, que sería la del inconsciente olvido de algunos autores). Dice Muñoz Molina, que “Borges ha tenido una influencia decisiva, formativa”... y “que con él la escritura dejó de ser ino-cente, natural, porque había que atacar a la Dictadura”, es decir, con él, la escritura comenzó a tener una nueva dimensión, y a vagar eternamente hasta hoy en día, por los vericuetos caminos del compromiso social y político. La génesis de una obra, nunca debemos de buscarla más allá de nuestra presencia más querida. (Un poema está impreso en la sonrisa de unos labios, en la dramática fotografía de un niño africano atacado por la hambruna más capitalista de cuantas hallamos podido captar, o en el desasosiego que produce el levantarse por la mañana y contemplar amargamente que el mundo no ha dejado de girar). Y una vez más, Antonio Muñoz Molina haciendo bueno aquel Aristotélico Principio que estudiáramos en la Universidad, nos demuestra como si de una axioma se tratara que también él la encontró esperándole pacientemente a la vuelta de la esquina en una vieja libreta de anillas en donde la llevaba esbozando casi diez años.

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