miércoles, 9 de diciembre de 2009

UNa tarde de cine

Recuerdo que cuando era niño, mi padre me llevaba a aquellas sesiones matinales de "cine mudo" de los Domingos a la mañana. El cine "Santa Cruz", así se llamaba, era uno de esos locales viejos con olor añejo, que te hacían sentir especial cuando te sentabas en sus butacas, sobretodo cuando te dedicabas a escarbar en los agujeros que lentamente iba taladrando la polilla. Allí no había palomitas de maíz, ni coca colas, y siempre teníamos a nuestra vera la linterna amiga del acomodador que con su gorra de plato nos alumbraba el camino por el pasillo. Así que, mientras mis amigos del barrio se iban a la iglesia, yo me iba al cine. Creo que es esa y no otra, la razón de mi posterior agnosticismo, y de mi creciente afición por el "Séptimo Arte". Con todo, fue la mía una infancia feliz, imbuida de las películas en blanco y negro de "Charlot" (entonces le conocíamos por ese nombre), y de las acrobacias de Harold Lloyd. Mención aparte merecen los inefables que tantos y buenos momentos me hicieron pasar, Stan Laurel y Oliver Hardy, "El Gordo y el Flaco", el maravilloso Buster Keaton, o "Los hermanos Marx", hoy desgraciadamente semiolvidados tanto por la crítica como por el público. Y digo "semiolvidados", porque aunque a veces algún canal de televisión se acuerda de ellos, por ejemplo de "Un día en las carreras", o de "El maquinista de la general", suele estar ese recuerdo tan desprovisto del cariño de antaño que dichos pases acostumbran a pasar desapercibidos. En fin.

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