lunes, 8 de junio de 2009

Círculos Literarios: Algo más que un Club

En el peculiar e histriónico mundo de la literatura, surgen a veces iniciativas más o menos novedosas que no por inverosímiles llegan a materializarse de muy diversas maneras. Todos deberíamos recordar aquí la ingente labor de un insigne escritor, músico e inventor que, llamado a revolucionar con sus artes los entresijos culturales del París de la posguerra, habría de pasar a la leyenda de los inmortales merced a sus obras, su música o a las fehacientes labores en las que se encontraba inmerso en aquel entonces. Todos deberíamos recordar, y por qué no, reivindicar con fuerza el buen quehacer literario de Boris Vian y una de sus obras más preciadas, La espuma de los días, auténtico manifiesto revolucionario en el que ya se apuntaban los principios programáticos de un selecto «club cultural» denominado «El Instituto de la Patafísica», del cual el propio Vian llegaría a ser junto a tantos nombres ilustres de nuestro siglo, caso de Raymond Queneau, Joan Miró, Marcel Duchamp o René Clair, sátrapa mayor para mayor gloria y honor del resto de los mortales. Boris Vian no fue sólo un escritor-músico-ingeniero y ocasional traductor. Fue la esencia misma de que el surrealismo, tal y como lo habríamos de estudiar en nuestras escuelas, era posible mucho más allá del manifiesto de Bretón, de las imágenes de Buñuel o de la memoria de Dalí. Boris Vian fue el inventor o creador, según se mire, de los «surprise-parties», rebautizados posteriormente como «tarte-parties», especie de fiestas o «alter ego» de las tertulias literarias del momento, en una de las cuales, por ejemplo, habría de tener lugar la ya famosa ruptura entre Camus y Merleau-Ponty, a la par que Sartre intentaba calmar los ánimos de los susodichos ajeno totalmente a los quehaceres culinarios que el propio Vian practicaba con Simone de Beauvoir.
Me viene esto a la memoria, (lo del Instituto de la Patafísica, se entiende, «Único Colegio que no se Proponía Salvar el Mundo», en clara contradicción con el Instituto de la Metafísica) porque recientemente he tenido la oportunidad de releer un libro que, editado por Tusquets y apadrinado por Luis Landero, sentaba los principios de otro insigne «Círculo Literario» aquí en nuestro país: «El Círculo Cultural Faroni». El libro, una selección de setenta y ocho relatos hiperbreves provenientes de las tres primeras convocatorias del «Premio Internacional de Relatos Hiperbreves», premio entre cuyas bases figura el que ningún relato debe de superar las quince líneas, no es sino la obligada manifestación artúrica de aquellos que inconscientemente hicieron de la escritura una convulsión transgresora de la realidad, de los excesos y de los necesarios imprevistos del fin del II Milenio. Conviene aquí hacer un paréntesis y decir que el «Círculo» nació al calor de Faroni, «Quijote mediático» del siglo veinte y acertado personaje, quizás alter-ego, de su creador, Luis Landero, en la novela Juegos de la Edad Tardía. Pero no vamos a hablar de Luis Landero o su obra, ni mucho menos de los honorables fines de tan peculiar «Círculo Cultural». No vamos a extendernos en un análisis concienzudo de los relatos (algunos verdaderamente magistrales) que se exhiben en el libro Quince líneas, ni tan siquiera a recomendárselo como lectura obligada para superar la depresión. No. Tan sólo he querido sacar a colación la existencia del «Club» en clara contraposición a otras antologías de relatos, para demostrar que a veces hace más el deseo de querer transmitir algo que la certidumbre de sentirse como un todo pasajero, lejos de cualquier otra indagación metafísica. El «Círculo» nació como tenía que nacer, según sus propios fundadores, en la trastienda de una pajarería de la calle Maudes de Madrid, al igual que «El Instituto de la Patafísica», me figuro que nacería al calor de algún cafetón del Barrio Latino parisino. Pero lo que sin lugar a dudas queda demostrado para todos aquellos que aún alimenten la sensibilidad con la lectura, es la inexcusable relación que se establece entre ambas entidades. Como Luis Landero reconoce en el prólogo a tan peculiar antología, jamás podría pensar que un personaje de novela, o mejor dicho, que un personaje nacido de la imaginación de dos personajes de novela, Faroni, pudiera desembocar en tan curioso desenlace. Lo que son las cosas. Rozando la inverosimilitud, alguien podría pensar que tal desviación no podría ser posible, precisamente por atentar contra uno de los principios sagrados de la creación literaria. Pero he aquí que unos mozalbetes, estudiantes de Filología, abogados, funcionarios o toreros, se encargan en la obra Quince líneas de echar al traste con toda una tradición literaria, que por más que lo neguemos se remonta hasta la época de Aristóteles.

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