domingo, 15 de noviembre de 2009

DOS HOMBRES, DOS NOMBRES

Johann Wolfgang Goethe trazó una «W» sobre la manta que lo arropaba poco antes de morir y casi cien años después, Orson Welles pronunció unas enigmáticas sílabas en su lecho de muerte, las de un nombre que a su vez había sido utilizado por el propio director de niño para bautizar el trineo de su infancia. ¿Coincidencia de dos genios o grotesco destino? ¿Conocía Welles los avatares que rodearon la muerte de Goethe?. Es posible que sí, que el magistral director fuera conocedor tanto de la vida como de la muerte del genial poeta y dramaturgo, así como de las eventualidades que rodearon su imagen. No en vano, el carácter monolítico, estático y solemne del «padre» de Werther, a decir de Ortega y Gasset, podría perfectamente firmarlo la personalidad del «padre» del cine moderno. Ambos descubren en sus obras a personajes brillantes y vitalistas, marcados por su nacimiento y por la instrucción que habrían de recibir en su juventud. Ambos sabían y eran conscientes de ser unos genios y como tales se aceptaban. Cada uno en su disciplina, provocaron la perenne fascinación de ser excepcionales en todos los sentidos, ya que para un genio las cosas suceden de una forma fluida y suele dar por sentado su inmortal condición desde su propia naturalidad. Fueron surgiendo de esa manera obras como Penas del joven Werther, conjunto de escritos que a pesar de no haber sido configurados en un principio por Goethe como un todo integral indivisible, en 1774 aparecieron como novela, y Ciudadano Kane, paradigma del cine contemporáneo, tanto por la temática que desarrolla como por la ejecución de sus planos en donde Orson Welles desborda maestría y oficio como pocas veces se había visto hasta entonces. La obra de Goethe, que vería prohibida su difusión en España por ser considerada «análoga a otras recogidas y condenadas por el Santo Tribunal de la Inquisición», debe su éxito a haber sabido conjugar como pocas la sensibilidad y el talante de una época marcada por el desarrollo de la Ilustración. Si al Cándido de Voltaire se le considera el símbolo filosófico-literario de una actitud ante la vida, Penas del joven Werther pasa por ser justo lo contrario, en definitiva «las sombras de la pasión» frente a «las luces de la razón», o por decirlo de otra forma, la lógica francesa frente a la candidez germana. En cierto modo, el filme Ciudadano Kane está impregnado de idéntico romanticismo, algo que se ve desbordado en dos momentos de la película, dos instantes que coinciden con el momento clave en el que Orson Welles pronuncia la palabra sobre la que tanto se ha escrito. Mejor dicho, Welles la pronuncia en uno sólo de ellos, ya que en otro, lo que se visiona es un viejo trineo con dicha palabra grabada en su lateral consumiéndose por el fuego. ¿Qué mensaje quiso trasmitir el genial director? Es posible que nunca lo sepamos, de igual forma que desconocemos el verdadero motivo por el que Goethe a la edad de 26 años decide partir para Weimar, la pequeña ciudad en la que habría de residir el resto de sus días como cortesano, hombre de estado y poeta, que es como realmente nos interesa conocerlo. No es Ciudadano Kane una película fácil de ver aún a riesgo de parecer lo contrario, como tampoco Penas del joven Werther parece a simple vista una obra de cómoda lectura. Si cabe, ambas fueron concebidas en su juventud por dos espíritus indestructibles que vieron pasar la vida como una exhalación a su lado. Sólo cuando Goethe, después de trazar con sus dedos una «W» sobre la manta que le cubría, posiblemente la inicial de su particular Prometeo, o la de la indestructible Weimar, muere en una mañana del 22 de marzo, y cuando Orson Welles escupe con olor mancillado la palabra Rosebud sobre el objetivo de la cámara, uno tiene la sensación de ser partícipe inconsciente de un secreto que va más allá del inicialmente creado por sus ascendientes

sábado, 7 de noviembre de 2009

Bartlebly el enigmático

"Todos somos Bartlebly" parece querer decirnos Enrique Vila-Matas en su espléndida obra Bartlebly y compañía que editada por Anagrama, confirma lo que ya casi todos sabíamos: que aún es posible escribir y editar literatura de alta calidad al margen de modas y grupos. Y "todos somos Bartlebly", porque cuantos sufrimos en nuestras carnes desde nuestra infancia el gusanillo de la escritura, vamos descubriendo con el tiempo que no estamos tan solos como pensábamos, y lo más importante, que no éramos unos bichos raras. Y al igual que Bartlebly, el fascinante personaje que creara Melville, o Adrián, el enigmático protagonista invisible de la última novela de José María Merino, en la que algunos críticos han querido ver la esencia misma de la meta-literatura, como contrapunto a la meta-poesía, o a la meta-pintura, o a la..., recorremos nuestra particular travesía por el desierto en soledad, pero en la oscura compañía de aquellos que nos precedieron en este singular oficio. La historia de la literatura ha dejado para la posteridad infinidad de "bartleblis más o menos anónimos", como Vila-Matas gusta contarnos. No vamos a extendernos ahora en ellos, que para este viaje no necesitamos alforjas, y sería manido el ponernos ahora a glosar las excelencias de Rulfo, Salinger o Tom Wolfe inclusive. Pero sí que es cierto que hay quienes ven en semejantes silencios una más que preocupante corriente en la que se ven envueltos desde los tradicionales "negros literarios" (no se asusten, todos sabemos que existen) hasta los más indolentes editores, pasando, por supuesto, por la orla del autor y su obra, para quien tanta disquisición y penuria intelectual las más de las veces le trae al fresco. No nos engañemos: al igual que hay autores que escriben tanto con la mano derecha como con la izquierda, según el editor y el lector a quienes vaya dirigido su libro, también los hay que optan en un momento de sus vidas por el silencio como privilegio narrativo. Y Vila-Matas ha sabido verlo en toda su dimensión, que no es otra que la de quien en algún momento de su vida se ha sentido un "bartlebly" . Así, semejante gracia abandona el terreno de lo propio y pasa con todos los derechos a engrosar la larga lista de los epítetos. Y mostrando lo mejor de sí mismo, que no siempre se encuentra en lo escrito, sino que ha menudo está en lo no-escrito, se convierte en una forma de ver y de entender la literatura, alejada de corrientes y tendencias, y lo que resulta más juicioso, de las desafortunadas críticas de aquellos / as, que siendo incapaces las más de las veces de escribir nada creativo, dedican su pluma a la ingente labor de desprestigiar la ajena, que casi siempre resulta más atractiva que la suya propia. Por eso, "todos somos Bartlebly", y como tal deberíamos de comportarnos más a menudo. Y si esto nos resulta especialmente doloroso, cuando menos reposemos el tiempo suficiente para leer Bartlebly y compañía, y por qué no, a continuación Bartlebly el escribiente, relato que descubriera con apenas veinte años, y que me deslumbrara, me imagino, casi tanto como debió de hacerlo a Enrique Vila-Matas.